Jesús tiene sed de amor

Segunda meditación para el 15 de marzo de 2020

(Comentario al Evangelio del III Domingo de Cuaresma Ciclo A Jn. 4, 5-42. Extraída del libro “Orar y Amar” de meditaciones del venerable P. Morales S.J.).

La samaritana (Meditación tomada de los ejercicios a los Cruzados de Santa María de 1977 en Santibáñez del Porma, y del retiro de XI-1993)

En aquel tiempo, llegó Jesús a una ciudad de Samaría llamada Sicar, cerca del campo que dio Jacob a su hijo José;  allí estaba el pozo de Jacob. Jesús, cansado del camino, estaba allí sentado junto al pozo. Era hacia la hora sexta.  Llega una mujer de Samaría a sacar agua, y Jesús le dice: «Dame de beber».  Sus discípulos se habían ido al pueblo a comprar comida.  La samaritana le dice: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?» (porque los judíos no se tratan con los samaritanos).  Jesús le contestó: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice “dame de beber”, le pedirías tú, y él te daría agua viva».  La mujer le dice: «Señor, si no tienes cubo, y el pozo es hondo, ¿de dónde sacas el agua viva?; ¿eres tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, y de él bebieron él y sus hijos y sus ganados?».  Jesús le contestó: «El que bebe de esta agua vuelve a tener sed;  pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna».  La mujer le dice: «Señor, dame esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla».  Él le dice: «Anda, llama a tu marido y vuelve».  La mujer le contesta: «No tengo marido». Jesús le dice: «Tienes razón, que no tienes marido:  has tenido ya cinco, y el de ahora no es tu marido. En eso has dicho la verdad».  La mujer le dice: «Señor, veo que tú eres un profeta.  Nuestros padres dieron culto en este monte, y vosotros decís que el sitio donde se debe dar culto está en Jerusalén». Jesús le dice: «Créeme, mujer: se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre.  Vosotros adoráis a uno que no conocéis; nosotros adoramos a uno que conocemos, porque la salvación viene de los judíos.  Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que lo adoren así.  Dios es espíritu, y los que lo adoran deben hacerlo en espíritu y verdad».  La mujer le dice: «Sé que va a venir el Mesías, el Cristo; cuando venga, él nos lo dirá todo».  Jesús le dice: «Soy yo, el que habla contigo».  En esto llegaron sus discípulos y se extrañaban de que estuviera hablando con una mujer, aunque ninguno le dijo: «¿Qué le preguntas o de qué le hablas?».  La mujer entonces dejó su cántaro, se fue al pueblo y dijo a la gente:  «Venid a ver un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho; ¿será este el Mesías?».  Salieron del pueblo y se pusieron en camino adonde estaba él.  Mientras tanto sus discípulos le insistían: «Maestro, come».  Él les dijo: «Yo tengo un alimento que vosotros no conocéis».  Los discípulos comentaban entre ellos: «¿Le habrá traído alguien de comer?».  Jesús les dice: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y llevar a término su obra.  ¿No decís vosotros que faltan todavía cuatro meses para la cosecha? Yo os digo esto: levantad los ojos y contemplad los campos, que están ya dorados para la siega; el segador ya está recibiendo salario y almacenando fruto para la vida eterna: y así, se alegran lo mismo sembrador y segador.  Con todo, tiene razón el proverbio: uno siembra y otro siega. Yo os envié a segar lo que no habéis trabajado. Otros trabajaron y vosotros entrasteis en el fruto de sus trabajos».  En aquel pueblo muchos samaritanos creyeron en él por el testimonio que había dado la mujer: «Me ha dicho todo lo que he hecho».  Así, cuando llegaron a verlo los samaritanos, le rogaban que se quedara con ellos. Y se quedó allí dos días.  Todavía creyeron muchos más por su predicación, y decían a la mujer: «Ya no creemos por lo que tú dices; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es de verdad el Salvador del mundo». Jn 4,5-42.

Nosotros hemos creído en el amor de Dios para con nosotros (1Jn 4,15). Creer en el amor misericordioso de Dios, saboreando las propias limitaciones y miserias, es dejar que crezcan las alas para amarle nosotros. Amemos a Dios porque Él nos amó primero (I Jn 4,19). Cuando un alma se persuade de que Dios la ama infinitamente a pesar y a causa de su miseria, brota en ella el deseo de entregarse sin reserva a su acción misericordiosa.

Él nos amó primero

Al leer y meditar este evangelio, deslumbran dos verdades: Dios, amor infinito, tiene sed de darse, y la miseria humana anhela ser colmada y amada. Ni el Creador ni la criatura pueden estar sin amar. Este flujo y reflujo, esta duplicidad de amor, esta doble sed explica y resume las relaciones entre el alma y Dios. Toda la catarata de gracias que el Señor da al alma desde el despertar mismo de la vida divina en ella, no son más que el efecto de esa doble sed de Dios y mía.

Amemos a Dios porque Él nos amó primero, dice san Juan. “Al fin para este fin de amor hemos sido creados” (San Juan de la Cruz, Cántico Espiritual B, 29,3).  Y también: El hombre es creado para amar, alabar, hacer reverencia, servir a Dios… (San Juan de la Cruz, Cántico Espiritual B, 29,3) temporalmente en la tierra y eternamente en el cielo.

Jesús, cansado, se sentó junto al pozo

Estoy a la puerta y llamo. Si alguno escucha mi voz y me abre, entraré y cenaré con él (Ap 3,20). Voy a escuchar estas palabras como de fondo al meditar este evangelio de la Samaritana.

Llegó Jesús a un pueblo de Samaria llamado Sicar. Igual que llega cada día a mi corazón y llama. Si escucho su voz y le abro, entrará en mí. Porque Jesús no está sólo en la Hostia Santa, en la Misa, en el Sagrario… no está sólo resucitado a la derecha del Padre. ¡Está también en mi corazón! Jesús llega a mi corazón y me dice: si oyes mi voz y me abres, entraré y cenaré contigo un banquete de paz mientras dure tu paso en la tierra, y luego un festín de paz en el cielo. Al alma profunda y contemplativa le basta eso.

Llegó Jesús a un pueblo de Samaria llamado Sicar. ¿Qué va a pasar? Va a convertir una mujer de adúltera e idólatra en creyente. Adoraba el dinero, la vida cómoda, el placer, el orgullo, el quedar bien ante los hombres… Como tantos otros hoy. Pero Jesús la va a convertir de pecadora en apóstol. Lo mismo que desea hacer conmigo.

Jesús, cansado del camino, estaba allí sentado, junto al pozo. Cansado de darme tantas gracias desde niño, tantas luces y fuerzas para que me entregue a Él y le ame. Por eso quiero, Jesús, decirte que te adoro, y te bendigo por tantas veces como, cansado por mi culpa, me has llamado; y por la paciencia exquisita que siempre has tenido conmigo.

Era alrededor del mediodía…Llegó una mujer de Samaria idólatra, pecadora. Adoraba a Dios a su modo, pero también el placer, la comida, el dinero… El encuentro con Cristo va a transformar su corazón. San Carlos Borromeo se admiraba pensando que Jesús, que había venido para salvar a todos en apenas tres años de vida pública, se detuviese tanto tiempo (varias horas) con una mujer de Samaría.

Señor dame de esa agua. Sed de amor

Si conocieses el don de Dios tú le pedirías agua. Si conocieses el amor misericordioso de Dios experimentando tus miserias, le pedirías: Señor dame de esa agua. Aquí está expresado todo el ansia de amor que tiene el hombre y su incapacidad total para saciarse. De qué manera tan sencilla, tan eficaz, consigue el Señor inspirar a esa alma pecadora, a la samaritana, el deseo de encontrarse con Él. Así quiere hacer conmigo.

Dice San Agustín: «Dios tiene sed del que anhela beberle…» Es de difícil traducción: «Dios tiene sed, del que tiene sed, del sediento» (San Agustín, Quest. 64,4). Y santa Teresa del Niño Jesús al leer este evangelio escribe: «resonaba continuamente en mi corazón el grito de Jesús en la cruz: “¡Tengo sed!”. Estas palabras encendían en mí un ardor desconocido y muy vivo… Quería dar de beber a mi Amado, y yo misma me sentía devorada por la sed de almas…» (Historia de un alma V, Ms A, 45v.).

Este deseo de amar es siempre el arranque de una vida espiritual profunda, de una entrega a Dios en medio de nuestras miserias y pecados. Pero es también el coronamiento y la plenitud de esa misma vida de santidad. En la vida de Santa Teresita se comprueba muy bien. El motor que impulsó su alma y la fortaleció fue siempre el amor. Fue mística antes que asceta. No esperó a tener una vida mortificada para empezar a amar. Amó desde el principio, de ahí su alegría, su valor y fortaleza en medio de su miseria y de sus pruebas. En una carta a su prima María Guérin le dice Teresa: «Me pides un medio para llegar a la perfección, pues no conozco más que uno: el amor» (Carta a Mª Guerin, carta 109). Y en otro momento nos dirá también: «Lo que agrada a Dios de mi pequeña alma, es que ame, mi pequeñez y mi pobreza…y al mismo tiempo que confíe ciegamente en su misericordia» (Carta a sor María del Sagrado Corazón, Carta 197). Creer en el amor misericordioso y esperarlo todo del Señor es tributarle la gloria que espera de nosotros. En el cielo los ángeles, querubines, serafines, podrán cantar la omnipotencia, la sabiduría, la grandeza, la bondad de Dios. Pero nosotros podremos cantar sus misericordias. Aceptando nuestra pobreza, aceptándonos tal como somos, le glorificamos. Misericordias Domini in aeternum cantabo. Cantaré eternamente las misericordias del Señor. También cantaré su justicia, su sabiduría, su grandeza y su hermosura, pero sobre todo su misericordia. Evangelio puro. Jesucristo es amor que atrae hacia Él a los que están lejos: hijo pródigo, mujer adúltera, samaritana, María Magdalena.

Jesús la va preparando y conquistando por etapas. Primero, despierta en ella el deseo de beber del agua viva para no tener más sed.  Después la humilla: Anda, llama a tu marido y vuelve. A lo que la mujer responde con sinceridad: no tengo marido. Jesús la dice: tienes razón que no tienes marido, has tenido ya cinco, y el de ahora no es tu marido… es tu amante. La mujer, queriendo justificarse, sale con evasivas. Pero Cristo es bien directo. También yo tengo “amantes”: mi manera de pensar, mi voluntad independiente y caprichosa; mi pereza, gula, impureza… Necesito mucho la confesión sacramental habitual.

Soy Yo, el que habla contigo

Sé que va a venir el Mesías, el Cristo…, le dice la mujer. Entonces Jesús le contesta :Soy yo, el que habla contigo. Este es el versículo clave de toda la escena. Yo soy el Mesías esperado, le dice, el mismo que está hablando contigo, el que quiere hacer de ti una pregonera del Amor; el que quiere transformarte de idólatra en creyente, de pecadora en santa…

A la luz de ese versículo hay que interpretar también lo que dice a los apóstoles cuando llegan con el pan. Come, le dicen. Mi manjar es hacer la voluntad del Padre. Para eso vine al mundo

La samaritana, dejó el cántaro al pie del pozo, en el brocal, y corrió encendida en amor, era ya apóstol de los samaritanos.

Levantad la vista, —dice entonces a los doce—ved las multitudes de samaritanos que viven aquí… ved cuantos hombres y mujeres sedientos…Yo soy el Camino, la Verdad, y la Vida.

En el pueblo de Sicar, muchos samaritanos creyeron en Él por el testimonio que había dado la mujer. Me ha dicho todo lo que he hecho…También en la oración y en el examen de conciencia Jesús me dice a mí todo el orgullo, la pereza, la desconfianza… para que empiece a ser audaz, intrépido, constante en mis santos propósitos.

Cuando llegaron los samaritanos, le rogaban que se quedase con ellos. Y decían a la mujer: ya no creemos por lo que tú dices, nosotros mismos hemos oído y sabemos que Él es de verdad el Salvador del mundo.

Junto al pozo, Jesús ha revelado el misterio de su mesianismo a una mujer idólatra, pecadora y samaritana, cosa que no ha hecho todavía con nadie, ni con Nicodemo, ni siquiera con los mismos apóstoles. Elige a esta pecadora para hacerla confidente del misterio de amor que nos trae su Persona. Es un Evangelio que nos llena de confianza en la misericordia del Corazón de Jesús.

–«Inmaculada Madre de Dios, tus ojos para mirarle… También yo quiero rogarle que se quede siempre conmigo, que me haga su confidente».